
En estos días, leo en prensa que un escritor español en su visita a diferentes liceos de nuestro vecino país, Francia, descubre que el alumnado francés conoce los hechos de nuestra última guerra civil (1936-39) mejor que el alumnado español, sea cual sea su autonomía.
Curiosa y lamentable situación que pone en tela de juicio el camino que estamos siguiendo en las diferentes autonomías con respecto a la historia común de nuestra nación. Sin restar un ápice de importancia a las gestas de los héroes locales, creo que debemos reconducir la enseñanza de esta disciplina hacia los hechos y convivencias comunes que nos han hecho nación; creo, igualmente, que debemos revisar las enseñanzas recibidas, eliminar los tópicos y poner sobre la mesa los diferentes elementos que sirven para juzgar, comprender y admirar o rechazar diferentes etapas históricas de nuestra querida España.
Una anécdota entre muchas que cada uno podrá citar:

En la milenaria ciudad de Ceuta, donde según los antiguos se situaba una de las columnas de Hércules, ciudad de las cuatro culturas –cristiana, musulmana, hindú y judía-, se erige, en una céntrica y bonita plaza, el busto del “teniente Ruiz”. Si se pregunta al alumnado de esta ciudad por el personaje de dicho busto, uno queda totalmente decepcionado; lo máximo a lo que se llega es a relacionarlo con la última guerra civil española, muy pocos, poquísimos relacionan al citado teniente con los hechos del dos de mayo de 18o8. ¡Y eso, a pesar de que Jacinto Ruiz Mendoza (el teniente Ruiz) es ceutí e hijo de ceutíes y, a pesar de que el ejército español le rinde homenaje anualmente con motivo de la celebración del dos de mayo!
Debe ser motivo de reflexión este desconocimiento de nuestra historia. Es nuestra obligación como educadores crear hábitos de investigación, reflexión y conocimiento de los hechos de nuestros antepasados.
Puede ser un motivo para ello la celebración del bicentenario del dos de mayo de 1808. Por esta razón, me permito ofrecer el artículo que hay a continuación.
Bicentenario del Dos de Mayo: La verdad histórica contra las pasiones
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO
EL PAÍS - 02/02/2008
Hace doscientos años que comenzó aquella guerra que luego se llamaría "de independencia" y sobre nosotros van a llover -están lloviendo ya- libros, películas, novelas históricas... ¿Aportarán mucho a nuestro conocimiento del pasado? ¿Aprenderemos cosas importantes sobre aquellos acontecimientos? El problema no es que haya pasado demasiado tiempo, que poseamos ya libros "definitivos" sobre el tema o que las fuentes documentales estén agotadas. Siempre se pueden descubrir datos nuevos y, sobre todo, leerlos de otra manera, con otro método y a la luz de otras preguntas. Lo previsible es que las referencias políticas y militares básicas de aquel conflicto en que hoy nos apoyamos no varíen sustancialmente en los seis próximos años, pero también que, sobre todo gracias a los estudios locales, poseamos una visión más realista y cercana de lo que ocurrió en la vida diaria de la gente.
Introducir matices en la comprensión de aquellos hechos es percibido como traición a la patria
Un auténtico avance en el conocimiento historiográfico de aquellos hechos requerirá, sin embargo, algo más importante que el hallazgo de nuevas fuentes y datos. Será preciso que el tema deje de ser tratado como un mito y lo sea, en cambio, como un periodo histórico -no, desde luego, uno más, sino uno crucial, cargado de consecuencias para las décadas siguientes-. Por "mito" entiendo aquí narración legendaria o fábula alegórica sobre el origen y los valores o principios en los que fundamenta su cohesión una determinada sociedad. Cuando el mito versa, como en este caso, sobre la fundación de la nación, y la nación sigue hoy siendo objeto de agria polémica, cualquier intento de explicación racional de aquella coyuntura histórica, cualquier esquema innovador que pretenda introducir complejidad o matices en la comprensión de aquellos hechos, es inevitablemente percibido como un ataque contra las esencias colectivas, como una traición a la patria.
La interpretación de la guerra de 1808-1814 fue conflictiva desde el momento mismo en que se produjo. Compitieron, obviamente, las versiones de los "patriotas" y de los afrancesados, como compitieron las de los liberales (para quienes los españoles habían luchado por su libertad contra cualquier despotismo, fuera de origen interno o foráneo) y los absolutistas (según los cuales, la defensa del rey y de la religión había sido la motivación fundamental de los combatientes antinapoleónicos, traicionados alevosamente por los constituyentes gaditanos).
Pero había elementos comunes a ambos. Su relato básico se articulaba sobre una serie de pautas o patrones que, a partir del momento en que fue eliminada la única versión alternativa -la de los josefinos o "afrancesados"-, todo el mundo aceptó como la "realidad" de los hechos -como "memoria histórica", según el tópico actual-: el levantamiento contra los ejércitos franceses había sido popular, espontáneo, unánime e inspirado por la defensa de la identidad e independencia españolas contra un intento de dominación extranjera; el pueblo, abandonado por sus élites, había reaccionado al unísono para defender su tradicional "manera de ser", forjada a lo largo de milenios; una manera de ser que, por cierto, quedaba reafirmada por el mero hecho de producirse la rebelión, pues uno de sus rasgos esenciales (manifestado ya dos milenios antes en Sagunto y Numancia) consistía en defenderse de manera obstinada y feroz frente a los repetidos intentos de invasión de la Península por pueblos extraños.
Las investigaciones actuales tienden a alejarse de esta epopeya heroica para analizar con frialdad y detalle los conflictos concretos, con el fin de conjeturar las motivaciones de los sublevados; y lo que se encuentra, más que predisposición innata a sacrificar bienes y vidas por "España", son luchas políticas locales y abusos inmediatos de las tropas invasoras. Otro aspecto importante subrayado por muchos trabajos recientes es la dimensión transatlántica de la crisis, que inserta la sublevación española en la serie de revoluciones que recorrieron América y Europa en las décadas cercanas a 1800. Aquel imperio colonial que se concebía a sí mismo como una "monarquía" católica o universal se vio obligado, ante la ausencia y las renuncias de la familia real, a redefinirse como nación moderna; pero al incluir, coherentemente con su visión de sí mismo, a todos los "españoles de ambos hemisferios", aunque discriminando a los americanos en el reparto de escaños, llevó a éstos, también en coherencia con los principios soberanistas que para sí estaban defendiendo las juntas peninsulares, a reclamar la independencia.
Estos nuevos planteamientos, recibidos con santa ira por los historiadores alentados por el españolismo, son en cambio aplaudidos por quienes inclinan sus simpatías políticas hacia el catalanismo o el vasquismo, felices ante cualquier dato que rebaje la antigüedad histórica o solidez del sentimiento nacional español -unos historiadores que se guardarían mucho de aplicar ese mismo análisis crítico a los mitos fundacionales de los entes ideales con los que se identifican-. Con lo que el debate político actual se mezcla, de manera espuria, con el historiográfico. Si el bicentenario se deja dominar por este tipo de pasiones, nuestro saber histórico habrá dejado pasar esta oportunidad sin obtener ganancias sustanciales.
José Álvarez Junco es historiador y director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
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