EL PAÍS. 02/07/2007
Enfrentada a la insidiosa asignatura de Educación para la Ciudadanía que propugna el Gobierno, la Iglesia española exhorta a los fieles a la objeción de conciencia y a la desobediencia civil. Ordenar la desobediencia puede parecer una contradicción, pero en la práctica es frecuente y comprensible, y recuerda el utópico lema prohibido prohibir que se dejó ver en el hoy denostado Mayo del 68. A los que por edad y circunstancias recibimos en escuelas religiosas una estricta educación de estropajo y salfumán, nos da risa ver hoy a los curas recomendando no ir a clase, pero al margen de este detalle anecdótico, poco hay en el debate que suscite un mínimo de interés, porque la Iglesia lo ha planteado como un enfrentamiento territorial con el Gobierno, y al hacerlo así, ha desperdiciado el único argumento de sustancia que habría podido esgrimir; a saber, el de la formación moral del individuo frente a la educación conductista del ciudadano.
Enfrentada a la insidiosa asignatura de Educación para la Ciudadanía que propugna el Gobierno, la Iglesia española exhorta a los fieles a la objeción de conciencia y a la desobediencia civil. Ordenar la desobediencia puede parecer una contradicción, pero en la práctica es frecuente y comprensible, y recuerda el utópico lema prohibido prohibir que se dejó ver en el hoy denostado Mayo del 68. A los que por edad y circunstancias recibimos en escuelas religiosas una estricta educación de estropajo y salfumán, nos da risa ver hoy a los curas recomendando no ir a clase, pero al margen de este detalle anecdótico, poco hay en el debate que suscite un mínimo de interés, porque la Iglesia lo ha planteado como un enfrentamiento territorial con el Gobierno, y al hacerlo así, ha desperdiciado el único argumento de sustancia que habría podido esgrimir; a saber, el de la formación moral del individuo frente a la educación conductista del ciudadano.
Yo, al menos, así lo veo, pues el que guarde de mis años escolares un recuerdo infame no me impide deplorar la desaparición de unas categorías morales que en aquella época se utilizaban con puros fines represivos, pero que sin duda habían sido destiladas por inteligencias finas y espíritus nobles.
Bien está combatir la homofobia y el racismo y afear al que habla a gritos por el móvil en el autobús, pero también es importante denunciar la ira, la lujuria, la gula, la avaricia, la soberbia, la envidia y la pereza, los siete ilustres pecados capitales que subyacen, por ejemplo, en la violencia de género, el turismo sexual, los desórdenes alimentarios, la especulación y el fraude, el delirio del poder, la zancadilla profesional y la incompetencia generalizada. Los pecados capitales no sólo son una cuadrilla de malhechores en un auto sacramental, ni imágenes representadas con maestría en los muros de antiguos monasterios. Son problemas que alteran la convivencia y el buen funcionamiento de la máquina social, y, sobre todo, son vicios personales de los que cada uno es responsable ante sí mismo, no en aplicación de una norma jurídica o una estrategia social. Pecados que, por lo visto, ya no interesan a la Iglesia española, que a estas alturas no recuerda haber incurrido nunca en ellos.
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