EDUARDO MENDOZA
EL PAÍS - 15/10/2007
La semana pasada estuvo presidida por un evento cultural de la máxima importancia. Quienes me conocen saben que me estoy refiriendo a la concesión de dos premios Nobel: el de Medicina y el de Física. El de Medicina se concedió en reconocimiento de ciertos avances en el campo de la tecnología genética; el de Física honró a quienes han hecho posibles las increíbles prestaciones del iPod. Dos conquistas obtenidas en el ignoto reino de lo infinitamente pequeño, donde reside lo que nos crea y lo que nos mata y lo que nos entretiene en el breve lapso que media entre esos dos momentos.
De estas actividades, la biotecnología es la que nos plantea más problemas jurídicos y más escollos morales, pero también es la que nos puede aportar cambios más radicales como individuos y como especie. Las plantas transgénicas no tienen buena prensa, pero más cornás da el hambre; y aunque suene fantástico a los oídos del lego, en los laboratorios se están domesticando virus y bacterias con fines terapéuticos. Algo similar a lo que hicieron nuestros antepasados, cuando transformaron algunos animales salvajes para que dieran leche, huevos, seda y lana, o para guardar la casa y el ganado y hacer caca en las aceras: la futilidad del uso no merma el mérito de la obra. Al contrario, como demuestra el caso del iPod. La informática es una tecnología de incalculable complejidad, cuyo constante y acelerado desarrollo se mantiene gracias a los juguetes que va lanzando sin cesar al mercado. No así la biotecnología, que permanece encerrada en los laboratorios, sin ofrecer al ávido consumidor otra cosa que sustos y dilemas, sustentada por unas inversiones públicas y privadas cada vez más remisas. La comunidad científica lo sabe y anda buscando aplicaciones domésticas y lúdicas, pero por ahora los mutantes no dan mucho de sí. No importa: algo inventarán. Cuando aparecieron las primeras computadoras, nadie pensó que saldrían de la NASA para convertirse en buzones de necedad, publicidad y pornografía, y, de paso, en el mayor negocio de la historia del mundo. Mercantilismo, frivolidad o, simplemente, la naturaleza humana. Hay quien sostiene que la capacidad intelectual que nos distingue de los animales no deriva de la necesidad, sino del juego.
La semana pasada estuvo presidida por un evento cultural de la máxima importancia. Quienes me conocen saben que me estoy refiriendo a la concesión de dos premios Nobel: el de Medicina y el de Física. El de Medicina se concedió en reconocimiento de ciertos avances en el campo de la tecnología genética; el de Física honró a quienes han hecho posibles las increíbles prestaciones del iPod. Dos conquistas obtenidas en el ignoto reino de lo infinitamente pequeño, donde reside lo que nos crea y lo que nos mata y lo que nos entretiene en el breve lapso que media entre esos dos momentos.
De estas actividades, la biotecnología es la que nos plantea más problemas jurídicos y más escollos morales, pero también es la que nos puede aportar cambios más radicales como individuos y como especie. Las plantas transgénicas no tienen buena prensa, pero más cornás da el hambre; y aunque suene fantástico a los oídos del lego, en los laboratorios se están domesticando virus y bacterias con fines terapéuticos. Algo similar a lo que hicieron nuestros antepasados, cuando transformaron algunos animales salvajes para que dieran leche, huevos, seda y lana, o para guardar la casa y el ganado y hacer caca en las aceras: la futilidad del uso no merma el mérito de la obra. Al contrario, como demuestra el caso del iPod. La informática es una tecnología de incalculable complejidad, cuyo constante y acelerado desarrollo se mantiene gracias a los juguetes que va lanzando sin cesar al mercado. No así la biotecnología, que permanece encerrada en los laboratorios, sin ofrecer al ávido consumidor otra cosa que sustos y dilemas, sustentada por unas inversiones públicas y privadas cada vez más remisas. La comunidad científica lo sabe y anda buscando aplicaciones domésticas y lúdicas, pero por ahora los mutantes no dan mucho de sí. No importa: algo inventarán. Cuando aparecieron las primeras computadoras, nadie pensó que saldrían de la NASA para convertirse en buzones de necedad, publicidad y pornografía, y, de paso, en el mayor negocio de la historia del mundo. Mercantilismo, frivolidad o, simplemente, la naturaleza humana. Hay quien sostiene que la capacidad intelectual que nos distingue de los animales no deriva de la necesidad, sino del juego.
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