17 junio 2007

Los periodistas, «bestias salvajes»

Como ejemplo del funcionamiento de nuestra sociedad, occidental y capitalista (aunque su ejemplo es seguido por los nuevos poderes emergentes), me parece interesante incluir este artículo en esta página de educación.



¿No es cierto que educación y sociedad son conceptos perfectamente imbricados?



POR JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS

ABC. 10-06-07



TONY Blair, sobre un esqueleto político muy meritorio, fue también una gran -extraordinaria, diría yo- creación mediática. El premier británico llegó a fascinar a los periodistas y a los editores porque reunía todo un conjunto de atributos personales y profesionales que encajaban como anillo al dedo en lo que los profesionales de la información venimos en denominar «una buena historia». El desgaste que produce el ejercicio del poder -muy corrosivo en el caso de Blair por su implicación en decisiones muy impopulares como la invasión de Irak y episodios de corrupción en el Partido Laborista- ha dejado al personaje situado en una perspectiva distinta, despojada del cortejo de circunstancias que le aureolaban como una apuesta mediática segura.

Blair y los medios se han utilizado de modo recíproco. Uno y otros han entrado en ese juego a menudo peligroso del compadreo, la empatía coyuntural y el achicamiento de las distancias sanitarias, siempre aconsejables entre esos ámbitos, lo que irremediablemente ha conducido a la hostilidad y, por parte del jefe del Gobierno británico, a un análisis del sector de la comunicación excesivo en su expresión aunque no desacertado en cuanto al fondo de la cuestión. Su intervención en el Instituto Reuters para el Estudio del Periodismo, que se produjo en la sede de la agencia británica en Canary Wharf de Londres el pasado martes, ha provocado un debate que era el que buscaba el primer ministro británico al sostener que los periodistas son -somos- «como bestias salvajes, haciendo añicos a la gente y a su reputación».

Extraída esta expresión de su contexto, resulta infamante; pero adquiere cierto sentido -siempre que se considere una metáfora en cualquier caso hiriente-si se inserta en otras consideraciones atinadas de Blair tales como que «el escándalo y la controversia derrotan al periodismo ordinario» o que «todo es triunfo o derrota, ya no hay grises, sólo blanco y negro». Esto último es cierto porque lo que ha sobrevenido es una competencia feroz compatible -por desgracia- con una alarmante desprofesionalización en los medios -que afecta tanto a periodistas como a editores-, de suerte que esta liza sin cuartel, sin reglas de compromiso, ha reducido, en palabras del dirigente laborista, «la capacidad de los medios para tomar las decisiones correctas». Esta es la clave de la cuestión: el turbión mediático se ha llevado por delante -o amenaza hacerlo- el acervo de intangibles que connotan la información y la opinión publicada, es decir, la ecuanimidad, el rigor y la solvencia. De manera que -siguiendo a Tony Blair- «la relación entre la vida pública y los medios está dañada de manera que exige una reparación», afirmación que apostilló con otra, incómoda para la profesión pero también cierta, según la cual «la confianza en los periodistas no es mucho mayor que la que hay en los políticos», para sostener después que «existe un deseo de imparcialidad, un mercado para informar de forma seria y equilibrada». ¿Cómo podría resolverse esta distorsionada situación? Blair contesta: «el cambio no puede ser impulsado por los políticos, sino por los propios medios».

Blair ha denunciado lo que el maestro Kapuscinski escribió y describió con una sinceridad arrolladora hace sólo unos años -en 2004- en Oviedo con ocasión de la entrega del premio Príncipe de Asturias. El reportero polaco dijo entonces que «junto a la palabra journalist funciona la expresión media worker. Y viceversa. Un media worker puede ser hoy presentador de telediario, mañana portavoz del gobierno, pasado mañana corredor de Bolsa y al cabo de dos días convertirse en director de una fábrica o de una multinacional petrolera. Para él -seguía el ya fallecido periodista- este trabajo no tiene nada que ver con conceptos como deber social u obligación ética. Lo suyo es vender un producto, como cualquier otro trabajador de servicios, que constituye la parte de león -y cada vez más numerosa- de las profesiones existentes en el mundo desarrollado».

La lucidez de Kapuscinski le ha hecho merecedor de la admiración de la profesión periodística, pero no ha provocado corrientes internas -nacionales e internacionales- que reparen el desastre en el que podría incurrir el universo de valores cívicos si los periódicos de calidad no enderezan el rumbo. Volver a tomar el norte consiste, básicamente, en considerar que el destinatario de la obra intelectual -así puede definirse un diario de calidad- no es el mercado, sino la sociedad. Somos los periodistas -con editores profesionales y no con «businessmen a los que nos les importa que la noticia sea verdadera, importante o valiosa sino que sea atractiva», según el ya citado Kapuscinski- los que debemos negarnos a transformar la naturaleza de nuestra función. El mercado se está sobreponiendo a la sociedad. El mercado reclama audiencias altas y rentabilidad publicitaria; la sociedad, referencias solventes y debates de principios, criterios y valores. El mercado desea divertimiento, morbo y escabrosidades -eso que se llama atractibilidad informativa-, pero la sociedad exige el respeto a los procesos de reflexión, la preservación de las libertades colectivas e individuales y la reivindicación de un sistema de convivencia con derecho, si el caso fuere, al aburrimiento, a la rutina democrática, tan saludable, por otra parte, para la estabilidad general. La espectacularización de la noticia -que es lo que requiere el mercado, pero no la sociedad- sugiere machaconamente una mentira con el propósito de convertirla en una verdad: que los periodistas formamos parte de una especie de farándula de la que se esperan emociones y sensaciones fuertes y un permanente servicio a las visceralidades ciudadanas, pero no rigor, ni ecuanimidad, ni responsabilidad.

La lógica del mercado no es la lógica de la sociedad. Las «bestias salvajes» -los periodistas en metáfora hiperbólica de Tony Blair-responden a la primera, pero no a la segunda que es en la que debe anclarse el periodismo de calidad, consciente de su propia misión en la que no siempre, sino todo lo contrario, se superpone lo mercantil sobre lo cívico. Cada medio -y me refiero de forma especial a los periódicos y los espacios informativos de los audiovisuales, así como al periodismo digital- se va a enfrentar a un dilema: el de retratarse en su verdadera naturaleza: sensacionalista o rigurosa; arbitraria o solvente; frívola o irresponsable. Y esta opción no es una cuestión sólo británica planteada en términos rotundos por el dimisionario Blair. Comienza a ser un debate occidental que encuentra en España un escenario en el que esa «reparación» que merecería la sociedad dispuesta a consumir seriedad y equilibrio es más necesaria que en otros lugares. Porque la prensa española sí se preguntaba hace treinta años -durante esa Transición reivindicada por el Rey el pasado jueves en el Congreso de los Diputados-sobre la verdad y la mentira; sí se cuestionaba acerca de sus responsabilidades y obligaciones; sí se atenía a unas reglas de compromiso que ahora se han volatilizado contribuyendo a la banalización general que padece la convivencia española que se materializa en graves imposturas, enormes mentiras y simulaciones. Lo denuncia -vuelvo a él- Kapuscinski al sostener que «el peligro consiste en que los medios -convertidos en un auténtico poder- han dejado de dedicarse exclusivamente a la información para fijarse un objetivo mucho más ambicioso: crear la realidad». Y es verdad que algunas realidades virtuales hacen más daño que las auténticas. Por eso, Tony Blair no se ha confundido sino en el empleo de los términos. Desde luego, no en el diagnóstico.

JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Director de ABC

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